EL SIGNIFICADO DE LA BANDERA

(Discurso pronunciado el 20 de Junio de 1944,

en el Instituto Nacional del Profesorado Secundario)

Padre Leonardo Castellani SJ

El significado de la Bandera lo sabéis mejor que yo: es el símbolo de la Patria.

La Patria significa simplemente el bien común de todos, encarnado, aquí y ahora, en una comunidad social determinada en un tiempo y en un espacio.

El amor de la Patria, cualesquiera puedan ser sus falsificaciones, es bueno, porque es el amor de un bien real; es buenísimo, porque es el amor de un bien común, más próximo al bien divino que el bien particular.

El amor a nuestra Patria es obligatorio, porque, siendo seres limitados e históricos, no podemos, sin deshumanizarnos, desligarnos de la comunidad que nos ha dado el ser; es noble, porque nuestra Patria es hermosa; y es transcendental en estos momentos, porque, quizá, es el único cemento capaz de unir, y por lo tanto de salvar, a los argentinos.

No es lícito, pues, pisotear el símbolo del bien patrio que tenéis delante, no es lícito escupirlo, no es lícito ni siquiera desconocerlo ni olvidarlo.

Los usos, los signos y los símbolos son necesarios a la constitución de las sociedades. Cuando yo oigo un hombre que me dice: «Yo no llevo luto porque el dolor no está en los vestidos, el dolor está en el corazón», no puedo menos de pensar: He aquí un corazón insensible, he aquí una cabeza de nihilista, he aquí una palabra de imbécil. He aquí un hombre antisocial, es decir, antihumano.

Los usos y costumbres, los signos y símbolos son la causa eficiente de la convivencia social. Suprimid los usos y los signos, la sociedad se convierte en un amontonamiento de desconocidos; qué digo, toda sociedad queda aniquilada, pues no olvidéis que el primer signo del hombre es la palabra.

Estamos los maestros en este momento en el mundo luchando contra el desecamiento de los símbolos y la falsificación de las palabras.

Por eso, señores, aunque confieso que no me entusiasma esa multiplicación de «días» y de «fiestas» y de «homenajes», que es un sarampión argentino, a despecho del cansancio físico que alegué arriba, acepté la ocasión de plantar una pica con la bandera argentina en este Instituto que me es tan caro y a quien debo tantas atenciones. Es decir: la ocasión de defender como filósofo la racionalidad de esa cosa irracional que es un símbolo, y a proclamar como cristiano que la Bandera azul y blanca es santa, puede ser santa, debe ser para nosotros santa.

Un gran psicólogo contemporáneo, Ludovico Klages, ha buscado en el interior del hombre la raíz de las grandes convulsiones y destrucciones actuales; y ha formulado su hallazgo diciendo que el hombre moderno ha perdido el arte de ver visiones, la facultad de hacer imágenes, el poder de leer los símbolos; y entonces se convirtió en un autómata convulso, repleto de visiones confusas, de imágenes abortadas, de símbolos falsos, que le brindan en cantidad excesiva el cine, la radio y la prensa contemporánea. Quiere decir Klages con esta fórmula un poco críptica: el hombre moderno es desdichado porque no puede crear imágenes, que el racionalismo y el mecanismo de la época han desvitalizado su inteligencia, han desecado el corazón y han agostado sus creencias.

No es que sus manos hayan perdido la habilidad: tenemos la técnica más portentosa, empleada ahora en fabricar monstruos de muerte. No es que su razón haya perdido su aristocracia: tenemos una Babel de sistemas filosóficos, a cual más altanero y atrevido. Ha pasado algo diametralmente contrario a la Encarnación del Verbo: la Palabra se ha desencarnado; y después, como consecuencia, se ha falsificado.

Educado en gran parte para ser explotado como una bestia o para disfrutar de una vida de placeres sensuales como un zángano, el hombre moderno no es capaz de esa continua y jubilosa lectura de lo divino en lo creado, en lo cual consiste su felicidad específica como criatura racional, que Aristóteles llamó contemplación, esa lectura del Universo de que dijo Goethe que todo lo visible no es más que un símbolo: «Alles Vergängliche ist nur ein Gleichnis».

Y habiendo sido creado con sed inextinguible de felicidad, no es extraño, pues, que se agite, se inquiete y se desespere, que corra en todos sentidos como un animal enjaulado, que invente herejías y complote revoluciones, que haga toda clase de experimentos políticos, que reclame a gritos la tiranía y la extirpación de sus contrarios, y por último, que se arrojen en manadas inmensas unos contra otros, bañando en sangre las praderas y los océanos, inmolando sus vidas a toda clase de dioses falsos y reclamando con el grito auténtico de su sangre la vuelta urgente de un Dios verdadero.

No podemos conocer a Dios sino a través de las creaturas. Nuestro espíritu, el más débil de los espíritus creados, conoce lo invisible en lo visible, lo universal y necesario en lo concreto, lo eterno en lo mudable y contingente. Por eso la palabra más genuina del espíritu humano es el símbolo, que se define un signo natural, significante en doble plano.

Símbolo no es una metáfora, una comparación, una alegoría, artificios literarios que pueden mentir como cualquier palabra artificial. El símbolo es la palabra natural. El beso es símbolo del amor, el postrarse es símbolo de la adoración, la sangre es símbolo de la vida, y también de la muerte, y de la redención.

He aquí, pues, que donde Klages, espíritu sin sangre, con una inteligencia de diamante, él mismo víctima de la enfermedad que tan bien describe y denuncia, donde Klages no ve más que una desesperada declinación de la Humanidad a un inmenso suicidio colectivo por inanición, por congelación de la vida, surge de golpe el desastre y la providencia, surge el signo que todos los pueblos han considerado siempre el precio de la redención y la materia del sacrificio: la sangre bañando la tierra, el mar y el aire; es decir, he aquí a los hombres racionalistas que a millares dan sus vidas por ese trapo ridículo, como dicen los racionalistas, por su propia nacionalidad, por el grupo humano en que han nacido, aunque tenga errores, aunque esté manchado de pecados, aunque proponga para justificar la guerra motivos confusos; con el apego ciego e instintivo a su gente, a su paisaje, a su lengua, a su clima, a sus brumas, a sus soles, al color de su cielo, proclamando ante el Creador el derecho a sus diferencias nacionales, a ser diferentes de los otros, a realizar una imagen especial de Dios sobre la tierra; y reclamando a la vez del Creador con el grito de la sangre, que recomponga de una vez y rehaga una imagen suya en la Humanidad con estos impotentes y desorientados miembros del hormiguero humano, que por haberlo perdido a Él de vista, ahora no son capaces ni siquiera de convivir decentemente entre ellos.

Si Patria es la convivencia racional, la comunión en la vida virtuosa y la realización de una idea hermosa por medio de una multitud, entonces amar a la Patria es amar a Dios.

Hay un amor a la Patria que es informe y salvaje, y hay otro que es falsificado; uno que es impulso ciego, otro que es idolatría apóstata: pero ellos no suprimen el recto amor a la Patria.

Existe el amor a la Patria que es puro apego salvaje a un clan, con odio y xenofobia a todos los demás clanes. Este apego es instintivo, es la realización del teorema psicológico de que el hombre es un animal social, naturalmente, necesariamente. Este apego no es de suyo ni bueno ni malo, sino natural e informe, porque en el hombre todo lo que no es informado por la razón para volverse virtud, queda informe, o deforme.

Considerando este amor a la tierra que es la raíz del amor a la Patria informe, ciego, apasionado, obscuro como toda raíz, el filósofo Bergson, en su último libro, debilitado por su última enfermedad y aterrado por el ruido de armas que rodaba en Europa, lo anatematizó como malo, y proclamó como remedio y como ideal humano, una superación de la Patria, por un internacionalismo místico de tipo religioso, que prácticamente no creo pueda concretarse sino en la sangrienta y demagógica utopía que llamamos Comunismo.

Pero al invocar a los místicos cristianos en pro de su idea mística errónea, Bergson olvidaba que la más pura y milagrosa mística mujer de Francia, Juana de Arco, es la inventora de la Bandera como símbolo nacional, y la mártir de la idea moderna de «Nación». Contra una raza extranjera que tenía derechos feudales en Francia; contra un Señor legítimo, el borgoñón, que medraba con la guerra civil; y aun contra algunos hombres de Iglesia, quiero decir Judas de Iglesia, que hacían política temporal y también negocios con la religión, la doncella de Orleáns, Santa Juana, hereje, relapsa y mártir, luchó con la espada, dio su sangre y fue quemada viva.

Entendedlo bien, murió por Francia, murió por su Patria y Dios se lo contó como si hubiese muerto por Cristo. Por lo menos la Iglesia la proclamó Santa. Y eso para nosotros significa lo mismo.

Así como existe un amor informe a la Patria, que es el amor del salvaje a su clan (no basta ser independiente para ser Patria, no hay nadie más independiente que el salvaje), así existe un amor falsificado.

Es el amor de los que hacen de su Nación un absoluto, le ponen atributos divinos, idolatran en ella, venden a ella su alma, y le hacen sacrificios humanos, lo cual se llama hoy ultranacionalismo o estatolatría.

El hombre es animal adorante, cuando no adora al Dios Sumo, se adora a sí mismo en las obras de sus manos. «No adorarás la obra de tus manos —dice el Libro Santo—, no te harás ídolos de madera, de marfil y de oro». El Estado es la gran obra de las manos del hombre, es la suprema creación del intelecto práctico, dice Santo Tomás. El dinero es una gran creación del ingenio humano, a él obedecen todas las cosas, es omnipotente y da la felicidad. Entonces, apenas hemos arrojado de Europa a Jesucristo, el más incontestable de sus dioses, surgen en su lugar necesariamente Júpiter, dios griego, el dios del rayo Baal-Moloch, dios semita, el dios de la riqueza, y no hay más remedio que obedecerlos porque son más poderosos que el hombre, son fuerzas naturales como los terremotos, que sólo obedecen a Dios.

Júpiter restablece la esclavitud. Moloch restablece los sacrificios humanos. Así se falsifica el amor patrio y así surgen guerras por el petróleo, por las colonias, por los mercados o por el simple orgullo imperialista. Pero eso no quiere decir que el amor patrio sea malo, sino que lo es su corrupción. Puesto que las peores corrupciones son las corrupciones de las cosas buenas.

Nuestra Bandera nació en un pelado pedazo de Pampa, junto al Río inmenso y melancólico, en tiempo de guerra y de heroico apuro. No es símbolo de ninguna herejía, no es símbolo de ningún capitalismo, de ningún imperialismo, de ningún rencor fratricida; no ha amparado piratería ni conquistas injustas, ni venganzas criminales. «Melancólica imagen de la Patria», la llamó un poeta. Yo quisiera poder decir que los males que sufrimos hoy como pueblo los argentinos no son un fruto de los crímenes nacionales, sino más bien de imprevisión y de ingenuidad, de superficialidad y de ignorancia en último caso.

Pero como la ignorancia también es pecado cuando es culpable, lo mismo que la violencia, y la pereza intelectual es uno de los siete pecados capitales, y uno de los Siete Sabios de Grecia, Pitaco, al lado del «conócete a ti mismo» pone este mandato: «Cultiva tu inteligencia, estudia continuamente, conoce a los dioses» —yo temo justificar delante de Dios a nuestra Patria de toda mancha, porque podría ser posible que, adormecidos por nuestra distancia de Europa, la riqueza de nuestro suelo, una blandura benevolente que es natural en nuestro temperamento nacional, nos hayamos dormido repitiendo que la Bandera Argentina no ha sido atada al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra, olvidándonos al mismo tiempo que las banderas se pueden cotizar en las bolsas de comercio internacionales.

Porque existe, por desgracia, un pecado del hombre que es el ser «desmadrado», es decir, ingrato a su madre; y existe un crimen del hombre que se llama ser felón.

El estado real de nuestra Patria en el mundo consiste hoy simplemente en que nuestra Patria no está fuera de este mundo; y el mundo está conturbado por una violenta crisis que consiste en una ruptura total con el pasado inmediato, y la búsqueda angustiosa de un nuevo equilibrio, que supere los grandes problemas del siglo pasado, que son esencialmente tres: el problema de las relaciones entre los pueblos, el problema del Capitalismo Internacional, y el problema de los contrastes de clases, o sea, que hay que crear un derecho internacional, dominar la tiranía de la usura y corporizar el trabajo.

Nuestro siglo es enteramente parecido a aquel curioso siglo XIV, tan estudiado hoy día, que después de convulsionarse en forma que amenazó la misma existencia de Europa, creó el equilibrio inestable y la fugaz maravilla del Renacimiento.

Entonces, ¡oh jóvenes argentinos que me escucháis!, nuestro deber es cerrar filas al lado de nuestra bandera, abrir los ojos y los corazones, renunciar a todo odio excesivo y a todo particularismo, lidiar nuestras luchas internas, que son necesarias, sin pecar jamás gravemente contra la concordia nacional, sin faltar a la caridad social y a la justicia fundamental, sin hacer de ningún hermano argentino un enemigo irreconciliable; odiar al error sin odiar a los que yerran, al pecado sin odiar a los pecadores; «poner al lado de la necesaria rigidez de los principios la más sincera buena voluntad hacia las personas» (J. B. Genta)

Tomado de Castellani por Castellani,

C. Biestro (ed.), Mendoza, Jauja, 1999, pp. 227-232.

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