Jorge Ferro, el leal
Por Antonio Caponnetto
“Salid sin duelo, lágrimas, corriendo”
Garcilaso
Durante casi cinco décadas desde que nos conocimos, en el viejo local de la “Librería de Verbo”, fueron muchas y diversas las cosas que compartimos. Los Congresos del Ipsa, los Foros de Oikos, las Jornadas de Formación Rioplatense, la investigación conicetiana en el Instituto de Ciencias Sociales, la aparición de Gladius, los artículos para Cabildo, ciertos peculiares Retiros de Perseverancia, un sinfín de conferencias, los viajes a la Autónoma de Guadalajara, las clases en el Don Jaime, los prólogos a libros de terceros, la frecuentación de amistades comunes, el mate, la palabra, la risa interminable, las visitas telefónicas matutinas, las peripecias personales y públicas… Todo aquello, creo, que se llama vida.
Y en estos hechos que enuncio sin precisiones ni exhaustividades, Jorge se destacaba por un haz de rasgos firmes y sólidos. Va el primero: enseñaba sin subirse a la tarima, con humildad genuina, con abajamiento sincero, con señorío auténtico. Pero cuando conversaba, su charla se volvía magisterio. Y era su docencia amical un canto a la eutrapelia, porque podía girar desde los picos más altos de la sabiduría clásica y perenne hasta los cuentos más desopilantes; desde las recomendaciones bibliográficas –de obras o de fragmentos que solo él conocía- hasta un anecdotario frondoso, cálido y edificante.
Acaso un segundo rasgo deba ser ponderado. Jorge corregía sin mortificar al corregido; ingeniándoselas siempre para empezar por lo bueno (aunque no existiera), hasta llegar al punto en que habíamos errado. Daba gusto ser enmendado así. Porque no era sólo una pedagogía la que asomaba en el gesto; era una ontofanía. Posiblemente fuera el don del consejo, o su fruto inmediato; y era tanto más valioso su ejercicio porque él no lo presentaba de modo solemne sino afable; no con el índice hacia lo alto, sino con la palma de la mano sobre el hombro.
Terceramente enunciando, era Jorge un letrado. No necesariamente alguien para el cual el mundo de las letras carece de secretos; sino alguien que posee la clave para descifrarlos. Y si esa clave no es apta, pues se rinde complacido ante el misterio. Y conserva la salud, según conocida enseñanza de Gilberto.
Había varios ferros en Ferro, y todos estos oficios convivían armónicamente, sin contradicciones ni incomparecencias. Desde el pescador al poeta, desde el académico hecho a la medida de Oxford, hasta el paisano de Bellavista; desde el erudito profesor de curitas y jóvenes hasta el milicote que había templado el padre Fortini en sus años mozos. Desde el laborioso filólogo y apóstol intelectual sin pausa, hasta el que se ufanaba de sus holgazanerías y quiso escribir alguna vez un Himno a la elusión de responsabilidades y personas non gratas. Desde el universitario requerido por los especialistas extranjeros, hasta el parroquiano que se avenía de buena gana a disertar entre la grey sencilla de un barrio cualquiera.
Lo subrayo; todo esto lo hacía Jorge con una inamovible, rectilínea y empecinada fidelidad. No defraudó al Salmo Primero; pues no lo vimos sentarse al banquete de los impíos, ni compartir las malandanzas de los canallas. Puedo y quiero testimoniar cuanto digo.
De los miles de recuerdos que se me agolpan, ahora que ha muerto, menciono tres. Él diría, con su latín impecable, que la perfección está en el Tres.
Recuerdo el día en que llegó alborozado a su conicetil mesa de trabajo, tras haber descubierto aquel pasaje de Santo Tomás de Aquino (Compendio de Teología, 353), en el que el Aquinate dice: “no es contrario a la naturaleza de una substancia espiritual estar unido a un cuerpo. Esto sucede por obra de la naturaleza, como aparece en la unión del alma y del cuerpo, y por obra de la magia, por cuyo medio un espíritu cualquiera está unido a imágenes, a anillos o a otras cosas semejantes”. ¡Júbilo total había en su alma esa jornada! No sólo quedaba probado con creces que Tolkien era católico observante y devotísimo. Ahora se sabía también, que Santo Tomás era tolkiniano. Todo esto sucedió antes, muchísimo antes de que Tolkien se convirtiera en moda, y los “modistos” lo aplebeyaran.
Recuerdo unas Jornadas de Formación en un cuartel santafecino. Alguien se las había ingeniado para que Jorge hablara del Martín Fierro; o a través de él de las encrucijadas de la Argentina. Fue algo sorprendente lo que nos transmitió esa mañana. El “anglófilo” <George Iron> (otro de sus motes) sabía más y mejor de la Criollidad, que muchos “gauchudos”, como decía con sorna Calderón Bouchet. A la tardecita, un grupo de amigos nos llevó a conocer el Museo de Estanislao López. Jorge –a pesar de que no funcionaba sin siesta– fue sobrepasado emocionalmente por el paisaje, por la historia, por la evocación de los paradigmas, por las resonancias telúricas del pasado. Y a hurtadillas dejó rodar unas lágrimas viriles. Era imposible no asociar la escena con el Cantar del Cid o con Eneas.
Recuerdo, para finalizar, los años del Don Jaime. Algún día, alguien deberá escribir la historia de este colegio impar, y de su fundador, El Flaco Montiel. Pero lo que traigo a colación ahora sucedió un primer viernes de mes. Tras la misa de rigor, Jorge se quedaba rezando un rato a solas. Y con redonda sencillez me dijo, en ronda de confidencias, que lo hacía por los alumnos. Era la antítesis de ese Normalismo laico que nos trajo Sarmiento y contra el cual Castellani escribió punitivas páginas justicieras. Jorge parecía querer dejar un Avemaría en el pupitre de cada chico. Quería persignarlos, para prevenirlos de los males futuros. Como hacía Chesterton con la venia de Frances en el teatrito que habían montado en el jardín de su propia casa, y al que asistían los niños de la zona.
Por todo esto y tantísimo más, creo que a Jorge le debemos una restitución patronímica. Durante años lo llamamos invariablemente “El felón”. El origen del apodo, hasta donde sé, reconoce por lo menos dos versiones. No importa. Todavía no se habían inventados los Protocolos del Bullying, y el designado reía a dos carrillos con la ocurrencia. Chacoteaba sobre el mismo con su persistente y sutil sentido del humor. Capítulo aparte para cuando se escriba sobre él.
Pero el Domingo de Laetare, al ver su cuerpo yacente, en su cama y en su casa; rodeado de familiares, amigos, camaradas, discípulos y un universo de chiquillos cuanto de viejos, lo que vi en su semblante y en el hieratismo anejo a la muerte, fue el retrato de un caballero fiel y leal. Lo vi porque eso fue en vida, y no por el afán panegírico que suelen contener los obituarios.
Ha muerto Jorge Ferro, El leal. Lo despido con gratitud y admiración.
Sí; ha muerto Jorge Ferro, El leal. Cruzo espadas para que su memoria nos acompañe siempre, hasta que podamos encontrarnos, jarra al viento, en la Hostería Celeste.