Guerrilleros del lenguaje,

corruptores de la gente

 

Deploramos al murmurador, al que habla mal de otro a sus espaldas, al que difunde versiones no confirmadas, al que revela lo privado sin necesidad pública. Pero hay otro cáncer de la sociedad que es el profesor, el periodista, el abogado, el docente cuando hablan desde un lenguaje contaminado e intoxicado por la ideología. Incluso el médico.

La pragmática es aquella rama de la lingüística que estudia el significado de las palabras, los textos, discursos y argumentaciones, en un contexto determinado, considerando sobre todo cómo los elementos extralingüísticos y “las situaciones comunicativas” determinan o influyen notoriamente sobre la interpretación de esas palabras.

Así, por ejemplo, desde la pragmática se puede analizar el efecto que –dado determinado contexto– los vocablos tienen en las personas.

Ese efecto puede ser en la mente (moviendo a quien lee o escucha a incorporar determinada afirmación) o en la conducta, moviendo al otro a realizar una acción.

Pongamos el caso de lo que pasa con la locución Muerte Digna. El impacto que tenga estas palabras en nuestros oídos será muy distinto según el contexto: si tenemos un familiar postrado muy probablemente  no sentiremos ni entenderemos las mismas cosas. Por supuesto, a pesar de todo, “muerte digna” suena mejor que “eutanasia”, y escuchar la primera opción de boca de un médico –nada menos–  es más tranquilizante para la pobre familia que hace meses, quizá años, tiene postrado a un ser querido, amigo o pariente.

“Creo en la calidad de vida y no en la extensión” puede decir el doctor, y no yerra al pronunciar esas palabras. No al menos si se las toma literalmente. En efecto, hay que tener mucha maldad para desear a alguien una muerte sin dignidad. Pero lo cierto es que, en la actualidad, hay que tener cuidado con estos “buenos deseos”, hay que filtrarlos, hacerlos pasar por un examen. Porque de lo que se trata no es sólo “de las palabras” en su comprensión literal e inmediata sino de aquello a lo que estas remiten; de lo que se trata sobre todo es de aquellas acciones a donde –por poner un ejemplo– quien pronuncia “muerte digna” nos quiere llevar.

El indicio más claro de que algo huele mal con “muerte digna” es que médicos y abogados no explican casi nunca las cosas con claridad, y apelan a frases o giros que, cual anestesias morales, simplemente consuelan a la familia –ya de por sí vulnerable ante una situación extrema– de que así será mejor para que la persona “no sufra más”. Por eso al toro hay que tomarlo por las astas mucho antes, cuando no estamos todavía en esa situación dramática, e informarnos debidamente.

Vayamos a eso, y el lector mismo podrá comparar este artículo con lo que haya oído por parte de los médicos o del abogado que le contó que hoy, por fortuna, en la Argentina existe “la muerte digna”.

Empecemos definiendo con claridad las palabras.

Provocar la muerte de una persona inocente es un asesinato, y los dolores extremos que pueda estar sufriendo –dolores que no le deseamos a nadie– no cambian esta verdad, dura como la piedra. Ahora bien, tampoco negaremos que vivir postrados por una enfermedad durante meses es algo espantoso para la persona y, sobre todo, para la familia y sus amigos. Cuando las perspectivas de recuperación son tan escasas, cuando el tiempo de internación no deja de extenderse, cuando el desgaste del cuerpo de nuestro ser querido y el impacto de la enfermedad o malestar lo resiente tanto, por la cabeza de cualquiera puede pasar el pensamiento de que Dios se lo lleve en paz y cuanto antes.

Pero por otro lado está el valor de la vida, no somos los dueños de ella, ni de la propia ni de la ajena. No podemos matar, mucho menos el médico quien expresamente juró abstenerse de utilizar su ciencia para provocar la muerte: acabar con su sufrimiento acabando con la persona no es una alternativa, dado que un fin bueno no justifica el uso de medios criminales.

Estos casos límite, sin embargo, pueden ser resueltos a la luz de otro principio –propio de la ética y, concretamente, de la ética médica– que permite vislumbrar la salida a este atolladero: el principio de la proporcionalidad. En efecto, si para alargarle la vida apenas unas semanas a mi abuelo, que ya tiene varios meses de internación, debo consentir que se le realice un tratamiento que lo hará sufrir indescriptiblemente y que arrojará una pequeña extensión de la vida, ¿no estaremos acaso fallando con los medios? El medio es muy cruento y el fin que se obtendrá es, con toda probabilidad, magro. En circunstancias así, desde la ética médica se considera lícito no procurar el sostenimiento de la vida más allá de sus posibilidades naturales que el propio cuerpo pueda ofrecer. Como consecuencia, no es obligatorio procurar el mantenimiento de la vida más allá de sostener las funciones vitales.

Pero atención: esto no es eutanasia. Porque eutanasia es matar, y matar es una acción positiva contra la vida de un individuo, es hacer algo para que muera. Ahora bien, no procurar el mantenimiento de la vida con instrumentos excesivos es una cosa; realizar una acción positiva contra la vida es otra. La primera es un “no hacer”, la segunda es un “hacer”. Cuando el médico deja a Dios ser Dios, entonces simplemente procura sostener las funciones vitales de la persona, sin lo cual moriría irremediablemente. Quitar lo vital es el equivalente a matar (porque el nexo es necesario), pero no procurar aquello que sobrepasa lo vital no es matar aunque se pueda prever un desenlace fatal que, sin ser buscado, es tolerado en atención a las circunstancias extraordinarias. Pero tampoco es eutanasia, no es un asesinato. Es dejar que la naturaleza siga su curso, luego –por supuesto– de que se hayan agotado todos los medios lícitos y proporcionadamente eficaces.

Pero a los guerrilleros del lenguaje no les importa esto.

No les importa entenderlo, ni explicarlo, ni traer a las familias la paz de la verdad en la justicia.

Actúan, y se nota, como simples repartidores de anestesias: venga, pase, y le doy gratuitamente un comprimido de retórica vacía sobre muerte digna, para que yo pueda matar a su familiar, usar la cama para otra persona y usted se vaya tranquilo a su casa creyendo que es bueno.

Cuando no explican claramente, atención, porque es muy posible que estén engañando.

El complejo drama moral que acabamos de describir es barrido de un plumazo por el uso sistemático y a-lógico de la palabra “muerte digna”. Queremos que los pacientes no sufran, queremos que mueran dignamente. Nobles palabras que pueden esconder una oscura intención: la de convertir al médico en un dios, con potestad suficiente para decidir sobre cuánto debe vivir esa madre, ese abuelo, ese joven. Con el Poder sobre la Vida y la Muerte, sustrayendo –una vez más– el fruto del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal.

Así, deificados ya el médico asesino y el abogado sofista, uno puede aplicar la eutanasia y quitarle la vida a una persona en estado terminal, indefensa. El abogado, por su lado, invoca el nuevo Código Civil y Comercial, etiqueta esta acción con el molde de “muerte digna” en vez de “eutanasia” para –conocedor de la pragmática– suprimir las dudas de conciencia y que no suene mal. Las películas o series de Netflix hacen el resto, y entonces tenemos un asesinato que se realiza en nombre de la misericordia. Se ha manipulado la culpa de esa hija doliente, de ese hermano que sufría por ver a su hermano en coma, y se la ha asestado el golpe mortal al enfermo. Se ha adelantado la muerte de un inocente, y las perversas racionalizaciones están a la orden del día.

Ese es el poder de la palabra cuando obedece al Reino de las Tinieblas.

Afortunadamente, la Iglesia misma definió –con autoridad infalible– que la eutanasia es un pecado mortal, y basta. Así consta en el documento Evangelium Vitae, de Juan Pablo II, n° 57 y, especialmente, en el n° 65: “de acuerdo con el Magisterio de mis Predecesores y en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana”. Los fieles ya tienen la respuesta por adelantado, por fe en Dios –el único Infalible– pero luego deben ejercitar su razón, estudiar, para llegar a la misma conclusión pero por el laborioso camino del raciocinio. Porque lo que Dios revela a través del Magisterio de la Iglesia nunca contradice –no puede contradecir– aquellas verdades racionales.

La realidad del dolor, consecuencia del pecado, por momentos desafía ciertamente nuestra razón porque la inteligencia humana tiene por objeto el bien, el ser. Pero el pecado, el mal y en cierta medida también el dolor son un no-ser, reacios a la captación intelectual directa. Sin embargo, Nuestro Señor con su Dolor le da sentido al dolor humano. Esta es la salida a las encrucijadas en las que la falsa ciencia médica o jurídica nos ha colocado: aceptar el dolor como voluntad de Dios, y entender que éste no tiene la última palabra.

 

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